domingo, 17 de febrero de 2008

La habitación

Rêvé pour l'hiver

L'hiver, nous irons dans un petit wagon rose
Avec des coussins bleus.
Nous serons bien. Un nid de baisers fous repose
Dans chaque coin moelleux.

Tu fermeras l'oeil, pour ne point voir, par la glace,
Grimacer les ombres des soirs,
Ces monstruosités hargneuses, populace
De démons noirs et de loups noirs.

Puis tu te sentiras la joue égratignée...
Un petit baiser, comme une folle araignée,
Te courra par le cou...

Et tu me diras : " Cherche ! " en inclinant la tête,
- Et nous prendrons du temps à trouver cette bête
- Qui voyage beaucoup...

Arthur Rimbaud (1854-1891)



Terminé de subir las escaleras medio a rastras. Las paredes se movían y cambiaban de lugar, y las luces se divertían cruelmente conmigo acercándose y huyendo fugazmente de mí. Recorrimos un oscuro pasadizo hasta que ella se detuvo en frente de una puerta. Introdujo con mucha destreza la llave, y mientras lo hacía, observé cómo sus mejillas, seguramente al igual que las mías, estaban enrojecidas. Empujó para que se abriera. Dentro de la habitación todo estaba muy bien amoblado. Esto era una sorpresa extraña y agradable. La habitación era amplia, y aunque con un poco de humedad, cálida y acogedora.
Por un momento pensé que me había llevado a la suya.

En el centro de la habitación estaba la cama. En la pared derecha había una pequeña ventana cuadrada por donde ingresaba una luz azuleja de la calle. Bajo la ventana había una mesa con una silla, y sobre ella, una maceta con una rara flor. Todo estaba dispuesto de una manera perfectamente simétrica y armoniosa. Demasiado armoniosa para un borracho.

Me asombré mucho al observar que me iba a dar esta habitación. Pensé que, además de ser demasiado bueno para el precio acordado, era demasiada comodidad para un lobo marino (lobo que, dicho sea de paso, se encontraba transitando entre los límites de la conciencia y la inconciencia). Posiblemente, era la mejor habitación de la casa. Posiblemente, sería el mejor lugar en el que hubiese pasado una noche en toda mi vida.

—¿Estas segura?
—¿No te gusta?
—Absolutamente lo contrario, es demasiado para mí. Gracias.

Ella sonrió. Colgó la linterna que traía de un gancho de metal que estaba empotrado en la pared. En el velador había una lámpara de aceite. Ella se acercó al lamparín, se arrodilló y lo prendió a luz baja. Asimismo, disminuyó la luz de la linterna. Todo un laborioso rito. Se puso de pie y caminó hacia mí. Miraba como el fuego de la lámpara se reflejaba en sus ojos y los hacían brillosos, y como los rayos en complicidad con las sombras dibujaban y desdibujaban hermosos paisajes en su rostro y en su pecho.

Yo muy imbécil pensé: “¿Y ahora qué?”. Sin duda, tantos meses de celibato en alta mar afectaron mi instinto y sentido común reproductivo. Ella está parada en frente a mí, y está esperando que yo haga algo. Al igual que yo, trataba de mantenerse recta. Ambos percibimos nuestro estado, y nos reímos.

—Este es tu cuarto, ya lo conoces.
—Gracias. Ha sido una velada espléndida, Marina, agradezco tu compañía.
—Yo la tuya marinero, me salvaste de servir platos.
—Y tú de dormir en la calle.

Joven, sencilla, bella. No pude soportar. Me lanzé encima de ella, puse mis manos sobre su cintura y presioné mis labios contra los suyos. No aguantaba un segundo más sin poder sentir su cuerpo junto al mío, y delinear sus contornos con mis desbocadas manos. Ella me empujó con ímpetu contra la cama y quedé rendido a su imperio. Echado de espalda, me apoyé en mis codos, y fui un simple espectador. Marina, mi dueña; yo, su esclavo.

Se abalanzó y se sentó encima de mí, mirándome, con las rodillas bien separadas, y sus trémulos muslos rozándose uno con cada lado de mi torso. Me cogió el cuello de la chompa que llevaba puesta y tiró fuerte hacia sí. Me la arrancó junto con trozos de piel. Estábamos cara a cara, ella con los labios húmedos y su pelo revoloteado que le tapaba parcialmente la expresión de sus ojos. No importaba, no era muy difícil en ese momento imaginarla. Respirábamos fuerte. Sentía su aliento a unos centímetros del mío. Ella, cual jinete, se amoldaba a su montura. Se ajustaba bien.

* * * * * * * * * *

Juro que las yemas de mis dedos palparon todos los recovecos de su contorneado cuerpo. Esa noche, agotamos las delicias y luchamos durante largo tiempo, contra el sueño y la naturaleza, para lograr los más infernales placeres. Esa noche, en esa habitación, conocí el lugar en el que explotan las estrellas, mientras miraba en el techo. Esa noche, Marina fue Beatriz, subiéndome a la cúpula. Marina: mi ángel.

Marina.
Gracias.

1 comentario:

Ipsen dijo...

Grüsse an Marina.