sábado, 9 de febrero de 2008

II: Marina

Por alguna rendija de la habitación era que entraba un vientecillo frío y fresco el cual, conjugado con un rayo de luz que daba directamente en mi ojo izquierdo, provocó que me despertara.

A mi lado estaba ella, aún dormida y desnuda. Estaba echada bocabajo cubierta parcialmente por la sábana. Besé su hombro derecho y ella emitió un ligero gemido. Fui a mi bolso, saqué mi diario, y volví a echarme en la cama.


18 de Marzo, 1850

Buscando alojamiento es como llegué a Marina.

Había estado caminando por todos los alrededores del puerto pero no encontraba un techo bajo el cual dormir. No era muy tarde, pero ya estaba anocheciendo, como sucede siempre por estos puntos del mapa. Llevaba casi una hora y media caminando buscando una cama entre los numerosos locales de las calles del puerto. Ya eran dos vueltas las que iba dando por el lugar y ya andaba ligeramente preocupado, cuando de pronto, apareció ante mis ojos un callejón que antes no había percibido. Me detuve y miré hasta el final de la calleja. El fuego penumbroso de un único farol de la calle más que favorecer, cegaba mi vista. Descubrí que en el extremo había una posada.

Era un local de dos pisos, de fachada rústica, construida con madera de tablas gruesas de barco y piedra. En el centro había una escalera recta que guiaba hacia abajo, al interior del recinto. Seguí por las escaleras de piedra y me encontré con una puerta no muy ancha y dos lamparines de aceite de ballena a cada lado de la entrada. Clavado en el grueso dintel había un letrero que decía: “Estambul”. Entré. En el interior habían un par de borrachos y algunos marineros con grandes abrigos que al parecer también acababan de llegar. El lugar se sentía cálido y acogedor. Al lado derecho se encontraba la barra, y a la izquierda unas cuantas mesas destinadas a los borrachines y los comensales. En el centro de la pared interior habían otras escaleras de piedra que llevaban hacia arriba. La penumbra del lugar no difería en nada con la de afuera, sólo dos lámparas colgadas de la pared izquierda y una rueda de carreta con velas a su alrededor colgada en el centro del techo de la taberna, se encargaban de proporcionar la iluminación. Extraña y cambiante era esa luz. Sentía que por ratos se tornaba medio azul verdosa, por otros rojiza, y que luego de manera casi imperceptible volvía a la normalidad. En la barra había un hombre gordo, calvo y con barba, de contextura gruesa. Limpiaba unos vasos mientras me miraba seriamente. Me acerqué a la barra y hablé con él.
—Buen día, buen hombre. Necesito una cama donde dormir—, le dije.
—Lo siento amigo, pero estamos saturados por ahora—, me respondió. —Acaba de llegar otro barco antes que el suyo y los marineros han ocupado todo el local.
Mierda, pensé, ya no quería caminar más. Sentí un agradable olor a comida, y pregunté que había para cenar. El hombre me respondió que había estofado de la casa, lo cual me sonó muy bien.
—Consígame uno— le dije.
El hombre entonces termino de lavar los últimos vasos que debía y se acercó a la ventana de la cocina. —¡Un estofado!—, gritó.

Busqué una mesa pegada a la pared y me dejé caer sobre la silla. En la silla de al lado puse mi bolsa. Puse mis brazos en la mesa y eché mi cabeza sobre ellos. Estaba agotado. No sabía donde iba a dormir, y pensé que eso era un problema. Lo arreglaría después de comer, no soportaba un minuto más sin algo sólido en mi estómago. Mi cuerpo necesitaba algo que lo hiciera reaccionar.

De pronto alguien me tocó la cabeza, y yo me sobresalté. Levanté la mirada y me sorprendí. Me encontré con unos ojos pícaros y una chispeante sonrisa. Lo no imaginado. Cabello castaño y ondulado, y una tez morena. Tenía rostro delicado, unos ojos pardos centelleantes, nariz pequeña y unos labios prominentes. Llevaba una falda oscura y una blusa blanca y pequeña, por cuyas fronteras se insinuaban sus hombros y su pequeño ombligo. Su cintura era delgada, y sus senos que tímidamente se asomaban, se mostraban firmes. La joven, cuyo aspecto era muy mediterráneo (pensé), me sonreía, y llevaba en una mano un azafate en el que estaba mi alimento. La otra, se posaba cómodamente en sus caderas. Me sentí como un perro y ella mi dueña.

—¿Cansado, marinero? Esto te reconfortará— me dijo, lanzándome una sonrisa.
—Gracias, lo necesitaba— dije. Casi me sumerjo en el plato.
—Acabas de arribar, ¿no? ¿Cuál es tu nombre?— me preguntó.
—Soy tripulante del Arkgedón. Mi nombre es Ipsen.
—¡Vaya! Hace mucho que no se sabe de ese barco. Debes de haber estado mucho tiempo en alta mar. Y ahora, ¿te quedas en tierra o vuelves a embarcar?
—Creo que pasaré una temporada en tierra firme, pero antes necesito encontrar albergue.
—¿Ya hablaste con Russ?— me dijo, señalando al gruesudo hombre calvo de la barra. —Solemos alquilar habitaciones a bajo precio.
—Dice no tener cama para mí. Y tu, ¿qué es lo que dices?— le dije mirándola para ver cómo reaccionaba. Ella se sonrió.
—No te preocupes, veré que puedo hacer— me respondió. Puso el vaso con vino en la mesa y se dio media vuelta.

Sus caderas se mecían, como un barco borracho en una tempestad. Pude ver como su espalda firme y segura se alejaban lujosamente de donde yo me encontraba. Verla alejarse fue un placer.

Seguí devorando mi alimento. Hace mucho que no comía así. La comida en el barco mantenía bien el cuerpo, pero olía y sabía a agua de mar. Además, no pocas veces la sirvieron medio cruda. Comer esto era una grandiosidad comparado con lo otro.

Comía y observaba atento como ella atendía a los otros comensales y como de cuando en cuando me respondía las miradas. Después de un rato ella se acercó al tipo de la barra. Ella le decía algo, pero el fruncía el ceño. Le respondía no muy contento. Ella le dio la espalda y vino hacia mí.
—Bien, ya tienes cama— me dijo coquetamente.
—¡Vaya! Pues muchas gracias. Pero me preocupa aquél hombre, espero que no te ganes problemas con él...
—Ninguno, marinero. Este bar era de mi padre, ahora me pertenece. El trabajó siempre con él, es parte de este lugar, pero ahora yo soy la dueña.
—¡Salud por ti!— le dije —¡Muchas gracias! Me has librado de un gran peso. Ahora, ¿me complacerías con tu presencia? Acompáñame.
—Espérame un momento— me respondió. Fue a la cocina y luego a la barra. En el momento que ella salía de la cocina, otra muchacha no tan bonita iba detrás de ella, quien iba a reemplazarla. Después fue a la barra, y cogió un vaso y una jarra de vino. Se sentó conmigo.

Esa noche bebimos y entramos en confianza rápidamente. Hablábamos de muchas cosas. Le conté de dónde era, cómo es que me había embarcado en la industria de la pesca de tritones y cómo había llegado hasta aquí. Le conté unas cuantas anécdotas de marinero, como la cual en la que caí al agua en medio del mar blanco. Ella me escuchaba pacientemente y sonreía. A su vez, ella me confió cosas suyas, me contó acerca de sus hermanos, de cómo murieron en un naufragio. Su padre había sido también un lobo de mar quien, al conocer a su madre, decidió finalizar su carrera marítima y abrir, con el dinero que llevaba ahorrado, la posada.

Bromeamos mucho esa noche. Su sonrisa. Era brillante, luminosa, de cristal. Resaltaba sobre la penumbra del lugar. Me conquistaba, y me sometía. Fueron varias las jarras de vino que bebimos. Ahora empiezo a recordar qué agradable era estar en compañía de una mujer. Son realmente seres formidables.

—¡Marina! Ya es tarde, tenemos que cerrar— dijo en tono cortante el gruesudo Russ, mientras la luz de las vela le reflejaba en la calva.
—Vete tú y no te preocupes— le dijo Marina —que yo cierro sola.

Cuando eché un vistazo a nuestro alrededor noté que el lugar estaba vacío, a excepción de un par de borrachos a los que el hombre estaba retirando, y de nosotros, por supuesto. El hombre echó a los dos borrachos a fuera del lugar, nos lanzó una mirada punzante, cruzó el umbral y cerró la puerta detrás de sí.

Sólo quedábamos los dos. Nos miramos.

—Ayúdame a cerrar— me dijo Marina.
—Será un placer— le respondí.

La ayudé a subir algunas sillas sobre las mesas y a apagar las luces. Me gustaba mirarla. De cuando en cuando ella me contestaba miradas tibias.

Ella cogió el último lamparín.
—Sígueme. Te voy a mostrar tu habitación.
Ella subió las escaleras, y yo la seguí, contemplando como aquél lazo de su cintura, se movía como la marea.

3 comentarios:

bobser dijo...

Ipsen, esta historia se parece al cuento "Una aventura noctura" de Ribeyro (un escritor del lejano pais de Perú de mediados del siglo xx), sólo que aca sales ganador jajaja. Fácil dejaste tu bitácora dentro de alguna botella en el mar y Ribeyro la encontró, además creo que a él le gustaba el mar.

Ipsen dijo...

Estimado ser:
Agradezco mucho tu comentario y me halaga que encuentres esa afinidad. No recuerdo haber leído nada de Ribeyro, creo que sólo un par de cuentos. Te rogaría que pongas en otro comentario un link a la aventura nocturna de Ribeyro para poder leerlo. Me gustaría saber que tanto se parecen, y si efectivamente, como bien has señalado, Ipsen sale más ganador. Gracias.

bobser dijo...

Ecce link: http://www.arena.osmosis.com.pe/textos/tex013.html